Por: Miguel Gutiérrez
El primer cuento que leí de José María Arguedas hacia 1958 fue "Warma kuyay", que apareció en la valiosa antología La Narración en el Perú de Alberto Escobar, la primera en su género, que abarcaba desde los cronistas de la Conquista hasta los últimos narradores de la Generación del 50. Como he contado en otra oportunidad, Ciro Alegría ya me había introducido en el mundo de los Andes y en parte en el mundo de la Amazonía. Hasta entonces, a los trece años, yo había creído que no sólo el Perú sino el universo entero se reducía a mi ciudad natal, Piura, cuyo centro era la Plaza de Armas. Pero después de leer Los perros hambrientos y las dos novelas restantes de Alegría descubrí, asombrado, que, en realidad, el Perú era una patria más extensa, bella y compleja y que también en mi propia tierra piurana había indios a quienes había visto desde niño pero en su condición de seres invisibles. Sin embargo, recuerdo que la primera lectura de "Warma kuyay" me produjo la impresión de incursionar en otra dimensión de la realidad andina porque la voz del narrador confería una cierta extrañeza al español que yo conocía traspasándolo de emotividad y ternura, que en algo me hizo recordar los poemas de tema hogareño de Vallejo. Por supuesto, yo ignoraba por entonces que para alcanzar este lenguaje, en que los abundantes quechuismos no impedían la lectura fluida del discurso narrativo, Arguedas había tenido que librar una angustiosa contienda con el español convencional con el fin de dotar de verosimilitud a los diálogos de los personajes indios.El otro aspecto que significó para mí una revelación en ese momento era la condición del narrador, no por ser un niño, sino porque perteneciendo por nacimiento al sector de los mistis, de los señores, de los hacendados, había ya entregado su alma (con todo los desgarramientos y fracturas que ello supone) al pueblo indígena y a su universo cultural. Dos de las novelas de Ciro están escritas en tercera persona y por el uso que hace del español estándar establece una separación entre el autor y el mundo representado y lo mismo sucede en La serpiente de oro, aunque ésta se cuenta desde un "nosotros" en el que por momentos se impone la voz de Lucas Vilca, un cholo de Calemar, como el conductor del relato. De modo que el uso arguediano de la primer persona, como alter ego del propio autor, implicaba un compromiso íntimo, visceral, con la historia que contaba, con lo cual se intensifica la dimensión emotiva del discurso. El derecho a las primicias que tiene el gamonal con sus siervas núbiles es un tópico en la narrativa que alude a sociedades feudales; pero no es esto lo que confiere singularidad a "Warma kuyay", ni siquiera el amor que siente el niño por Justina, sino la relación del niño con el indio Kutu, siervo suyo y también enamorado de la muchacha, en quien actúa de manera simultánea el odio a su patrón, el violador, y el oscuro e irredimible miedo que éste le inspira. Entonces, en uno de los pasajes más estremecedores que yo había leído hasta entonces en la narrativa peruana, Kuto, un indio muy feo y gran laceador de novillos, con la complicidad del narrador, por las noches se venga con el zurriago rompiéndoles el lomo a los torillitos del patrón: "Uno, dos, tres… cien zurriagazos –cuenta el niño-; las crías se retorcían en el suelo, se tumbaban de espalda, lloraban; y el indio seguía encorvado, feroz. ¿Y yo? Me sentaba en un rincón y gozaba. Yo gozaba". Cuántas historias de mi infancia me hizo recordar este pasaje, como la de aquel anciano que se amarraba un trapo rojo en la cabeza y que flagelaba a la madre, los hijos y los animales del corral si osaban romper el silencio que él imponía en los días que lo poseía el rencor y furia. Después, en la historia, venía el remordimiento y la expiación del niño, sentimientos que yo, educado en colegio religioso, conocía demasiado bien. Muchas veces he leído este cuento, porque en miniatura contiene ya todo el universo arguediano, y recuerdo haberme aprendido de memoria algunos pasajes, como aquel, bellísimo, con que termina el relato y que resume la relación problemática –clave distintiva del género novelesco- que Arguedas tenía con el mundo: "El Kutu en un extremo y yo en otro. Él quizá habrá olvidado: está en su elemento; en un pueblecito tranquilo, aunque maula, será el mejor novillero, el mejor amansador de potrancas, y le respetarán los comuneros. Mientras yo, aquí, vivo amargado y pálido, como un animal de los llanos fríos, llevado a la orilla del mar, sobre arenales candentes y extraños".Después leí los cuentos restantes de Agua. El cuento que da el título al libro me interesó de manera especial, por su composición y el mundo social andino representado.El relato tiene una estructura escénica, casi teatral (como hará Arguedas de manera más amplia y compleja en Todas las sangres), en que las acciones en que participa toda la población tiene como escenario la aldea entera, y que sin idealizarlos (como el Kutu, hay indios cobardes o traidores a sus propias comunidades) dignifica al pueblo indígena, a través de la conducta de personajes como el Pantaleoncha que al enfrentarse a pecho descubierto con el hacendado dueño del pueblo muere abatido por las balas. El final es típicamente arguediano y recuerdo que cerca aún de la adolescencia, por el poder del lenguaje y la agónica sensibilidad del narrador, no permanecí indiferente ante su invocación: "Me caí, y como en la iglesia, arrodillado sobre las yerbas secas mirando al tayta Chitulla, le rogué: - Tayta: ¡que se mueran los principales de todas partes!".He contado esto porque al acercarme por primera vez (¿hacia fines de 1961?) a José María Arguedas ya estaba algo familiarizado con su mundo narrativo (y si bien todavía no había podido con Los ríos profundos, ya había leído Yawar fiesta, una novela que me gusta mucho, que he releído tres veces en su integridad e innumerables veces, por su carácter celebratorio, vuelo épico y dimensión maravillosa, los capítulos "Wakawak'ras, trompetas de la tierra" y "El Misitu"), pero, además, porque entre todos los narradores peruanos de la última generación que yo leía como mucho provecho y admiración era con Arguedas con quien creía sentir una mayor afinidad humana. Por entonces ya me había trasladado de la Católica a San Marcos, había abandonado los estudios de Derecho y fuera de la literatura no me interesaba nada en la vida. Pero lo más desatinado era que no me matriculé en Literatura, sino que deambulé por diversas especialidades (la más absurda de las cuales fue la de sociología), aunque escuchaba con placer algunas clases de filosofía e historia, las dos disciplinas que más me interesaban pues estimulaban mi imaginación. Entre tanto desde hacía unos tres años atrás venía escribiendo cuentos, diversos tipos de cuentos, pero por razones de temperamento, en la que se mezclaban la timidez con la soberbia, no tenía ningún vínculo con los círculos literarios, mis lectores eran mis antiguos condiscípulos de colegio, en especial, uno de ellos que era un buen lector desde los años de la infancia. Eran noches de bohemia, desordenadas y exultantes pero también terriblemente desoladoras, de modo que a estos amigos les leía, eufórico y temeroso, mis primeras historias que ellos con generosidad alcohólica celebraban, y yo en retribución les obsequiaba mis originales. Desde luego, como les sucede a los jóvenes con vocación literaria, en cualquier momento, aun en los momentos de mayor entusiasmo, me asaltaba la pregunta sobre si tenía o no talento de escritor. Los jóvenes que han pasado por este trance, saben que es una duda angustiosa, desesperante, que puede hundirte en la más oscura noche. Y comprendí que no había otro camino que mostrar tus relatos a la gente del oficio y a los estudiosos de la literatura. De modo que un día me armé de valor, escogí y saqué copia de tres de mis cuentos y con la audacia que sólo los jóvenes tienen, decidí entregar en un mismo día una copia a un narrador (José María Arguedas), a un poeta (Wáshington Delgado) y a un crítico (Armando Zubizarreta). En el caso de Arguedas, lo esperé a la salida de la clase de Etnología que dicta en uno de los salones generales de letras de la ciudad universitaria. Supongo que me dirigí a él de manera torpe, entre modesto y me temo que con alguna pizca de arrogancia. Arguedas, que era un hombre abierto, jovial y carente de solemnidad, entendió de inmediato de lo que se trataba (¡cuántos jóvenes a lo largo de los años se habrían acercado a él para darle a leer sus primeros trabajos!), recibió mis cuentos, hizo que le repitiera mi nombre y se adelantó a decirme que lo buscara a la salida de su próxima clase. Y esto me colmó de alegría y gratitud, pues yo había calculado que debido a su carga docente y a sus trabajos creativos tendría que permanecer en un odioso limbo de por lo menos de unos treinta días.Cuando una semana después volví a entrevistarme con Arguedas, yo ya conocía la opinión positiva y tan generosa de Washington Delgado sobre mis cuentos, quien, incluso, me pidió uno de ellos para publicarlo en la revista que dirigía Jorge Puccinelli Letras peruanas. También la opinión de José María fue muy favorable y coincidió con Washington en señalar cuál de los tres cuentos era el menos logrado, un texto que debía trabajarlo más o, mejor aun, reescribirlo (extrañamente, el veredicto de Zubizarreta, quien me había citado para un mes después, fue distinto; según él, éste era de los tres cuentos el único más o menos aceptable). De inmediato, Arguedas eligió el cuento que más le había gustado y en una tarjeta le escribió una nota a Abelardo Oquendo recomendando su publicación en el Dominical de El Comercio. Oquendo, a quien por primera vez conocía, me recibió en las gradas de la escalera de mármol del Diario, leyó rápido el texto y al final me dijo que por desgracia no podía publicarse en el entonces famoso Suplemento porque en el cuento se utilizaba una mala palabra (una cosa como "mierda" o "carajo") y al respecto existían normas muy estrictas. Arguedas no hizo ningún comentario a esto, pero me dijo que no me preocupara porque más adelante podía hacer publicar mi narración en una revista chilena. Luego me hizo una invitación que habría de tener una gran influencia en mis años formativos de escritor. Me dijo que cada vez que deseara conversar e intercambiar ideas con él, lo visitara ("con toda, con absoluta confianza", subrayó) a su oficina del Museo de la avenida Alfonso Ugarte, cuyo director, si mal no recuerdo, era el anciano historiador Luis E. Valcárcel.Frecuenté a José María (pero siempre lo llamé "Don José María", pese a que varias veces me invitó a que, por favor, le hablara de "tú") durante cerca de cuatro años y recuerdo que lo primero que me impresionó fue su aspecto nada académico, nada grave ni formal, y su sencillez y camaradería. Para mí definía su rostro no su frente amplia e inteligente ni su bigote característico, sino la luminosidad que irradiaban sus ojos, abiertos como si quisieran devorar la belleza del mundo y celebrar la vida. Y esto, en principio, me desconcertó, pues los desgarramientos que trasuntaban sus historias te lo hacía imaginar como un hombre melancólico y quizá algo sombrío. Por el contrario, reía con franqueza y júbilo, hasta la carcajada, y cada vez que nos reuníamos me contaba con placer y verdadero arte el último chiste que circulaba por Lima. En cambio, según los pocos amigos que yo tenía por entonces (y que cada mañana corroboraba mi propio espejo), mi rostro era apretado, hermético, no demasiado amigable y más bien algo altivo para ocultar mi insuperable timidez. Por eso, entre los dos, me parecía que José María (que ya debía haber cumplido los sesenta años) era el joven, el muchacho lleno de optimismo, con muchas tareas por cumplir, y yo el hombre mayor, viejo y desesperanzado. Y es que por esos años Arguedas atravesaba por un espléndido momento creativo y de dicha personal, por lo demás en consonancia con la época que se estaba viviendo llena de esperanza para todos aquellos que soñaban con un cambio revolucionario del mundo.Yo iba a visitarlo a su oficina del museo y de ahí salíamos, atravesábamos la avenida y en el cafetín de un japonés que hasta hace pocos años funcionaba en la esquina tomábamos varias tazas de un pésimo café, pero que la charla (la charla de José María) tornaba deleitable. Varias veces llevé a algún amigo paisano y en más de una oportunidad coincidí con otros jóvenes universitarios, como Rodrigo Montoya mucho antes de que cambiara la literatura por la antropología. Aunque Arguedas sabía escuchar, en los primeros tiempo prefería yo ser el oyente, pues quería saber todos los secretos del novelista y erigirlo en mi modelo. Pero en general él evitaba las pláticas demasiado literarias, si bien me escuchaba con paciencia hablarle de los autores europeos y norteamericanos últimos que por entonces eran mis ídolos. Por mi parte lamento no haber insistido suficiente en preguntarle por la edad en que empezó a leer novelas y cuáles de éstas determinaron su vocación literaria. Me habló sí de una dolencia nerviosa que durante años lo había incapacitado para la lectura. Con todo, antes del fenómeno del boom me confió algunas opiniones sobre unos pocos autores. Sentía una gran admiración y afecto personal por Juan Rulfo a quien había conocido en un encuentro de escritores latinoamericanos en Alemania, cuando el autor de Pedro Páramo atravesaba por una grave crisis de alcoholismo. Sentía también alta estima por la obra de Roa Bastos dedicada de manera íntegra a su patria Paraguay de la cual vivía desterrado desde hacía muchos años por su oposición a la dictadura. De Asturias me dijo que al comienzo le fascinó su narrativa, pero que después le hastió el barroquismo surrealista de su prosa. Me confesó que por su excesivo intelectualismo, Carpentier no se encontraba entre sus autores favoritos. En otra ocasión en que yo le hablaba de Ciro Alegría, me dijo que la única obra que le había gustado de Ciro era La serpiente de oro. No recuerdo haberlo escuchado referirse a Borges, pero sí, varias veces, a Vallejo, no sólo por su poesía sino por El tungsteno, cuya lectura dejó una honda huella en él y en gran parte determinó la orientación social de su narrativa. Elogió sin reservas a Faulkner y me aseguró que su novela Las palmeras salvajes lo había deslumbrado. Por último alabó las ficciones del escritor islandés Harold Laxness, lo cual me llevó a leer algunas de sus novelas, como Gente independiente, Campanas de Islandia y su tetralogía Luz del mundo. Recuerdo que con Washington Delgado alguna vez charlamos sobre la afinidad del mundo de Arguedas con el mundo revelado por Laxness en su gran novela Gente independiente.En una de las primeras reuniones que tuvimos en aquel cafetín, le pregunté si estaba escribiendo una nueva novela. Recuerdo que aquella mañana a José María se le veía más alegre y feliz que la última reunión que tuvimos, y en vez de responder mi pregunta me contó un chiste algo sucio sobre el fiasco que le pasó a un gallinazo coprófago mientras esperaba su almuerzo. El chiste era muy bueno, sobre todo por la forma cómo lo contó y que el propio Arguedas celebró con una carcajada que resonó en todo el salón. De pronto guardó silencio y casi sin transición el brillo de sus ojos adquirió un matiz que expresaban turbación y dicha. Fue la primera vez que su charla se hizo íntima, confidencial y yo intuí (y me preparé para escuchar) que se trataba de la revelación de alguna experiencia amatoria seria y profunda. No voy a contar aquí detalles de aquella larga confidencia, pero si me permitiré afirmar que José María se hallaba en un estado de exaltación y felicidad. Me dijo que debido al nacimiento de este amor –un amor pleno, erótico- no sólo le había devuelto el gusto por la vida, sino que había recuperado sus poderes creativos. Muchas historias bullían en su imaginación y sentía que le sobraba energía para plasmarlas, y recuerdo que mientras me contaba esto, por un instante se me cruzó la imagen de Hemingway que no hacía mucho se había suicidado disparándose en la boca con un rifle. Pero era verdad que José María Arguedas atravesaba por un maravilloso momento creativo. El año anterior había publicado El Sexto y yo ya sabía por Wáshington que Sologuren estaba componiendo en su pequeña Minerva, lo que según el propio Arguedas sería su mejor cuento: "La agonía de Rasu-Ñiti". Quizá azorado por la confidencia que acababa de hacerme, calló bruscamente. Pidió luego otras dos tazas de café y me preguntó si todavía quería saber lo que estaba escribiendo. Le respondí que por supuesto que sí, que (y no exageraba) estaba ansioso por escucharlo. Entonces, en dos reuniones, me narró de la manera más minuciosa y entretenida (pues era un estupendo narrador oral) la novela que ya tenía muy avanzada, Todas las sangres, y consideraba que sería su mejor novela. Poco tiempo después, una mañana que con Tomas Escajadillo caminábamos por La Colmena en dirección a La Casona de San Marcos, vimos que José María descendía de un auto en el antiguo paradero de colectivos a Chosica y nos acercamos a saludarlo. Lo vimos, recuerdo, distraído, como remoto, como desconsolado; al reconocernos, con un tono de voz que a mí me hizo recordar al niño de "Warma kuyay" y a Ernesto de Los ríos profundos, nos dijo: "yo no quería hacerlo, yo deseaba que viviese, pero tuve que matarlo. ¡Anoche fusilaron a Rendón Willka!".Si José María Arguedas quiso ejercer algún magisterio conmigo no fue en el plano de la política, entendida ésta como lucha de clases. Ciertamente conversamos sobre la revolución cubana, sobre la crisis de los cohetes, sobre los jóvenes que viajaban a Cuba para prepararse como guerrilleros, sobre el auge del movimiento estudiantil universitario (desde las bases yo había participado en uno que otro mitin), sobre las luchas sindicales de obreros y campesinos, y con algo más de detenimiento sobre Hugo Blanco y la Federación de Campesinos del valle de La Convención. Es probable que Arguedas no se extendiera más en estos temas porque en esos años las cuestiones de ideología y política aún no ocupaban un lugar importante en mi pensamiento. Años atrás había leído como un gran poema El Manifiesto Comunista y de Mariátegui me interesaban sus escritos sobre literatura y arte, y de modo privilegiado los dedicados a los movimientos de vanguardia. Faltaban dos o tres años para que empezara a interesarme realmente por el marxismo leyendo un libro sobre la polémica entre la URSS y China Popular en torno al movimiento comunista internacional. En cambio sospeché o más bien comprendí que José María quería guiarme de alguna manera (por cierto sin discursos ni peroratas) en dos problemas que estaban relacionados entre sí: orientar mi vocación literaria en el sentido de lo social y despertar mi interés por el mundo andino. Por ejemplo, en relación al primer problema, cuando fue nombrado Director de La Casa de la Cultura, él, con la generosidad que lo caracterizaba, me propuso otorgarme una beca por un año para que escribiera una novela sobre las barriadas, pues según él, éste era el gran tema de la novela urbana limeña y que Luis Felipe Angell había desvirtuado con su libro La tierra prometida. Aunque el mundo de las barriadas no me era del todo desconocido (en el segundo año de pre-letras había hecho trabajo barrial –así se le llamaba entonces-, con algunos condiscípulos de la Católica; y por otra parte conocía de cerca la historia de la creación de la barriada Mirones Bajo, porque en la invasión participaron mucha gente ayabaquina que era la tierra de mi madre), era, decía, un tema que lo sentía ajeno, extraño a las contiendas que se libraban dentro de mi propio yo. Esta fue la razón principal que me llevó a no aceptar la propuesta; la otra tenía que ver con una voz que me decía que los escritores no debían ser subvencionados por las instituciones del Estado. Creo que mi negativa decepcionó a Arguedas, o quizá lo lastimó, tanto que se sintió en la necesidad de explicarme las razones que lo llevaron a aceptar el cargo de Director de La Casa de la Cultura durante el gobierno militar que presidía el general Pérez Godoy. Con torpeza pero con respeto afectuoso y alguna vehemencia le manifesté mi opinión, en el sentido que los escritores debía mantenerse al margen del poder pero ésta es otra historia y tuvo lugar dos años después del tiempo en que transcurre esta evocación.Como seguramente ocurrió con otros escritores y poetas, Arguedas procuraba despertarme el interés y el amor por la región andina que –aseguraba- constituía un mundo complejo, trágico pero también cargado de la más pura belleza. Un día, alborozado, me invitó a almorzar a su casa, ubicada a espaldas del viejo Instituto de Enfermedades Neoplásicas, a dos pasos del Museo de Antropología, porque, me dijo, ese día habían preparado una exquisita quinua como segundo. El problema es que yo detestaba la quinua, pues durante dos años había vivido en una pensión cuya patrona era una señora chilena, alta y corpulenta, que cada jueves nos castigaba en el almuerzo con un plato de quinua hervida sin ningún aderezo donde flotaban millares de gusanitos blancos que era imposible apartarlos con el tenedor. Recuerdo que era un plato atroz, desabrido y (me parecía a mí) algo repulsivo. Mas, ¿cómo declinar ahora esta invitación sin que pareciera un desaire? De modo que controlé lo mejor que pude mi rostro y marché al sacrificio. Todavía José María vivía con su primera esposa Celia Bustamente, pero ella no almorzó con nosotros. Cuando la empleada puso en la mesa el plato de quinua acompañado con una fuente de arroz graneado, los ojos de Arguedas brillaban de orgullo por el potaje andino que en plato hondo me estaba brindando. Ahora bien; el plato que tenía ante mi vista no se parecía nada a la infame quinua a que nos tenía acostumbrados la patrona chilena. Los improbables gusanillos habían desaparecido en una suerte de crema de queso que generosamente bañaba a dos hermosas papas amarillas. Así, ya sin temor, probé el plato que de verdad era un potaje delicado, pero lo misterioso es que, acaso por la presencia del queso, recordé un plato de la sierra piurana, de Ayabaca, que mi madre solía preparar en memoria de sus padres, y ella lo cocinaba casi de manera clandestina, porque aparte de mí, no gustaba a mi padre ni a mis hermanos, pues lo consideraban un plato que sólo comían los serranos, a los cuales la gente denostaba llamándolos "serranos piquientos, patas con queso". Le conté esta historia a mi anfitrión y en seguida quiso saber el nombre del plato, los ingredientes y la preparación. El plato se llamaba repe, se hacía de guineos verdes, arvejas secas, queso de vaca, cebolla y achiote molido y se preparaba –le dije- de esta y otra manera. Creo que como nunca capté la atención de Arguedas y me pidió que le hablara de otros platos de la cocina piurana; pero como mis conocimientos de la culinaria de los andes piuranos eran muy limitados, le nombré algunos de los potajes de las tierras bajas, como el copús, la sopa de novios, las carnes aliñadas y un poco para sorprenderlo le conté de los pacazos que en el patio criaba mi abuelo alimentándolos de alfalfa y mondaduras de verduras y yucas y después los sacrificaba y despellejaba y luego maceraba con chicha de un día para otro la carne blanquísima y tierna y preparaba su exclusivo seco de capazo que servía con sarandajas y yucas de monte. Con gusto acepté repetir la quinua con queso. Luego José María comenzó a referirse a la culinaria andina, a las diversas cocinas andinas, de las punas y las quebradas de distintas regiones, y al describirme cada uno de los platos con sus ingredientes, los aliños y las formas de cocción, lo hacía con el mismo deleite y prolijidad con que describe los seres y cosas del mundo andino en las más memorables páginas de Los ríos profundos. Y mientras lo escuchaba comprendí que a través de la cocina y los alimentos yo ya me había introducido en lo más calido y tierno de un mundo que empezaba a sentirlo cercano y entrañable.En otra oportunidad fui al domicilio de José María en un estado depresivo lamentable. Como muchos jóvenes de misma edad, tenía problemas internos no resueltos aún, había prácticamente abandonado mis estudios, me aburría y humillaba dictar clases de redacción para señoritas en una academia de secretariado bilingüe y las largas noches de bohemia comenzaban a pesarme de manera atroz, y cada día era como vivir en un estado de resaca perpetua. Sin duda contribuía a acentuar estos estados de conciencia, y de ánimo, la atmósfera creada en los grupos juveniles por las últimas oleadas del existencialismo francés. ¿Qué joven que se respetase no caminaba, si eran de literatura, con La Náusea, o si de filosofía, con El Ser y la Nada, los dos libros emblemáticos de Sastre, bajo el brazo? Recuerdo que los temas más frecuentes de conversación eran sobre el suicidio y sobre el hombre como un ser arrojado a la nada, y cada quien, como Rocquetin, mientras deambulaba sin destino por los parques de Lima, recogía un guijarro para auscultarlo minuciosamente, y acceder a la experiencia de la náusea sartriana. Por cierto esta es una malvada caricatura, pues no todo era impostura en la conducta de los jóvenes; como no lo era, por ejemplo, en Pedrito Pinilla, en quien la angustia y la conciencia infeliz que lo poseía, tenía raíces más hondas que sus lecturas de Sartre. Pedrito pertenecía a una línea ilegítima de una poderosa familia trujillana, y me contó que su abuelo, que en verdad lo amaba, para enseñarle a ser patrón lo obligaba a flagelar a los peones indios recluidos en los cepos de sus haciendas. Y como el niño narrador de "Warma kuyay", una noche de tragos mi amigo me confesó: "¡Y yo los fueteaba, Miguel! ¡Yo los fueteaba para que mi abuelo no me arrojase de su casa!". No me sorprendió, por eso, cuando viajó a Cuba a recibir entrenamiento guerrillero, ni que de regreso al Perú integrase la guerrilla de Guillermo Lobatón. Y con el tiempo se supo que Pedrito Pinilla cayó en manos del ejército y que después de ser torturado desde un avión militar fue arrojado al vacío.No creo que hubiera demasiada impostura en mi rostro aquella mañana, pues apenas me observó José María al abrirme la puerta me preguntó si algo grave había ocurrido en mi familia. Por todo lo que había leído de él, yo tenía la certeza que por debajo o detrás de las irradiaciones de sus ojos, de su risa y carcajadas, de sus alegrías y exultaciones, corrientes subterráneas lo arrastraban hacia el hondón de sus traumas; sin embargo, fingiendo ingenuidad le pregunté si de vez en cuando lo invadían los demonios de la depresión, le pregunté si este estado de la conciencia lo ponía frente a la vacuidad de todas las cosas y le revelaba el absoluto sin sentido de la vida y le seguí preguntando de estas y otras cositas por el estilo, de acuerdo al rollo que se manejaba por esos años. Me acuerdo que Arguedas me respondió sin pizca de ironía y vi que su mirada se tornaba algo sombría. Sí, me dijo, a menudo tenía que luchar con esos sentimientos de angustia y desesperanza, pero enseguida agregó que tenía en la música andina el antídoto milagroso para recuperar el optimismo y el sentimiento de dicha por estar vivo. Por fortuna, aparte del charanguista Jaime Guardia y el violinista Máximo Damián, tenía otros amigos músicos en las barriadas a los que visitaba para hacerlos tocar y cantar juntos. Entonces hice un comentario que poco menos que lo escandalizó. "El problema, don José María –declaré- es que la música andina es demasiado triste". Y él: "¿Triste? ¿Dices, triste, Miguel? ¡Pero si es la música más alegre del mundo!". Y para demostrarlo trajo su guitarra, rasgó las cuerdas hasta que encontró el tono y empezó con un huayno. Me pareció una tonada tristísimo, que me puso al borde del llanto, aunque yo traté de guardar la compostura. Todavía interpretó algunas piezas más, de distintos géneros y lugares. Pero a mí, la verdad, en esa primera ocasión, todas las piezas me parecieron iguales. Poco después de ingresar en la universidad, sintonicé por unas semanas el único programa de música folclórica que se trasmitía a las seis de la mañana conducido por cierto señor de apellido Pizarro Cerrón. Acaso porque mi mente volaba por otras regiones, todo fue vano, pues toda esa sucesión de sonidos me parecían una masa sonora única de tonadas tristes y lamentatorias. Ahora, creo que José María se dio cuenta de mi desconcierto, pero se le pasó por alto que, escuchando sus cantos que no entendía, mi estado de ánimo había cambiado y para mis adentros me estaba diciendo que después de todo el mundo no era un mal sitio para vivir. Pero como dije, Arguedas no notó el cambio de expresión que debía haberse operado en mi rostro. De modo que dejó a un lado su guitarra y con cara fingidamente severa me dijo que me iba a impartir unas lecciones básicas para que yo continuara con mi educación musical, si es que un día quisiese comprender el espíritu del mundo andino. Recuerdo que tuvimos dos reuniones más, una en su casa para escuchar grabaciones y enseñarme a distinguir instrumentos, géneros y ritmos y sobre todo para diferenciar la música de los indios monolingües de las punas y la de los cholos y mistis de las aldeas y ciudades. La última lección, permítanme llamarla así, me la impartió en el cafetín del japonés; en voz baja y percutiendo con sus manos el tablero de la mesa, me cantaba tonadas en quechua y español, haciéndome las respectivas glosas; años después, revisando sus libros reconocía algunos fragmentos de esos cantos, como este que leí en su cuento "El forastero":No explicaría mi nacimientoeste dolor, este llanto,esta sombra que gritaen mis entrañas,helado cóndor…Cerca de un año después de haber conocido a Arguedas, y en gran parte influido por las charlas que sostuvimos, me dije que ya era tiempo de cumplir la promesa que me hice de subir a los andes cuando siendo todavía un churre leí Los perros hambrientos. Sentía que mi vida de bohemio ya no daba para más y entendí que alejarme por un tiempo de Lima me resultaría provechoso. De modo que renuncié a la Academia Brown y calculé que con la indemnización que recibí por tres años de trabajo y llevando una vida de austeridad extrema podía viajar durante unos seis meses por todo el centro y sur andinos. Quería visitar los sindicatos mineros de La Oroya y Cerro de Pasco que venían sosteniendo duras luchas con la Cerro de Pasco Corporation, un amigo me había pasado el dato que una comunidad del valle del Mantaro estaba haciendo gestiones para inaugurar un colegio comunal de secundaria y yo me propuse presentarme a los dirigentes y ofrecerles mis servicios como profesor, después, pasando Huancayo, me internaría en lo más profundo de los andes arguedianos y conocería a toda la variedad de indios arguedianos y a los mestizos arguedianos y a los caballeros empobrecidos y grandes señores arguedianos, deseaba beber con todos mis sentidos los olores, los sabores, los paisajes, la música del universo arguediano, porque entre los únicos libros que llevaba en mi mochila –los otros eran una antología mínima de la poesía del 50 y el poemario de Wáshington Delgado Para vivir mañana- se hallaba Los ríos profundos, que leería de manera muy pausada, saboreando cada una de las frases y tratando de reconocer los lugares descritos en la novela. Pero esto último no se lo revelé a Arguedas cuando le anuncié el largo viaje que emprendería al día siguiente. Recuerdo que don José María estuvo a punto de abrazarme de alegría. La otra cosa que recuerdo es que me preguntó sobre las razones de mi viaje. En tono de broma le respondí: "Voy a unirme a Hugo Blanco". Pero sólo era a medias una fanfarronada, porque una de las metas secretas que me impuse era entrar al valle de La Convención, instalarme unos días y Quillabamba y averiguar qué diablos estaba ocurriendo en Chaupimayo, el nombre que más venía apareciendo en los diarios, pues según las noticias Hugo Blanco se hallaba escondido en alguna cueva de las alturas de Chaupimayo .¿Y cómo no viajar para echar una mirada por esos lugares olvidados de mi país?julio, 2007
Tomado del Blog: Zona de Noticias del poeta Paolo de Lima
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