Miguel Lescano Tena, polifacético artista se mueve con maestría en las artes plásticas, como en el universo de la poesía. Desde su lejano vinculo con la Cantut,a Lescano Tena ha caminado con madurez por varios paises desarrollando ambas labores artìsticas. Desde sus libros: Sonrisa negra, Lima sobre lima, hoy Lescano nos entrega un nuevo trabajo: La música dibuja el cielo que será presentada este viernes 9 de diciembre a las 7:30 pm en la Escuela de Arte Corriente Alterna ( Av, Aviación 500) y contará con los comentarios de las poetas Rocío Silva Santisteban, Victoria Guerrero y Melissa Patiño. Desde este modesto Blog una abrazo y felicitación a Miguel. Lo que sigue es un interesante trabajo sobre el libro escrito por el poeta Eduardo Chirinos.
EL TALAD RADO CIELO DE MIGUEL LESCANO
Yo no soy agresivo,
sólo estoy observando.
M.L
No podemos saber qué día (o qué noche) de 1984, Italo Calvino visitó la Maison de Balzac para ver la exposición “Dibujos de escritores franceses del siglo XIX”. Lo que sí sabemos es que ese conjunto de garabatos, caricaturas, acuarelas y una que otra pintura lo impresionó hasta el punto de dedicarle una crónica en la que reflexiona acerca las relaciones entre el grafismo pictórico y la escritura en el romanticismo francés[1]. Luego de detenerse en cada uno de los escritores (donde también encontramos poetas como Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé) Calvino evalúa sumariamente su calidad artística, y dictamina que mientras más académicos y correctos eran los dibujos, menos interesantes le resultaban. Para la mirada curiosa y analítica de Calvino, el “grafismo pictórico” es una destreza que no todos compartían, y sugiere (sin enunciarlo) que se trata de una alternativa frente al incómodo silencio que amenaza al escritor. El hecho de que estos dibujos sin estilo y muchas veces mal trazados aparezcan en el momento en que se ha detenido un poema o atascado un relato, dice mucho del modo en que un sistema de representación acude para cubrir la ausencia de otro. ¿Qué escritor no ha llenado su página de monigotes y garabatos como si estos fueran a darle las palabras necesarias para seguir escribiendo? Esta situación pone en escena la envidia que los escritores profesan tradicionalmente a los pintores. En su Diario de 1869 los hermanos Goncourt escribieron: “¡Dichoso oficio el del pintor comparado con el del hombre de letras! A la actividad feliz de la mano y del ojo en el primero, corresponde el suplicio del cerebro en el segundo: y el trabajo que para uno es un goce para el otro es un sufrimiento…”[2]. Con esta cita termina la crónica, lo que nos invita a sospechar que el buen Calvino también era usuario de tan sana y creativa envidia.
Una vez leída la crónica, uno se queda pensando si en alguna ciudad de museos invisibles habría lugar para una exposición de artistas plásticos que escriben. Podemos imaginarlo: salas repletas de pinturas, esculturas y grabados incompletos acompañados por anotaciones que reemplazan aquello que el artista necesitaba para culminar su obra. A la salida de esa exposición imaginaria no sería difícil invertir la cita de los hermanos Goncourt: “¡Dichoso oficio el del escritor comparado con el del artista plástico! A la actividad feliz del cerebro en el primero, corresponde el suplicio de la mano y del ojo en el segundo”. En este juego de envidias recíprocas no pueden faltar aquellos que tienen otra arte como vocación —artistas que escriben, escritores que son artistas plásticos—, sólo que la segunda vocación será mirada con complaciente simpatía o, en el mejor de los casos, como una clave para entender la primera vocación. No de otro modo han sido miradas las pinturas surrealistas de César Moro y las perturbadoras acuarelas de José María Eguren[3].
Estas reflexiones vienen a cuento para comentar el segundo libro de poemas de Miguel Lescano La música dibuja el cielo[4]. Grabador, pintor, fotógrafo, curador de exposiciones, Lescano es dueño de un amplio registro en el que no podía faltar la palabra. De hecho, el grabado permite (más que cualquier otra expresión plástica) la presencia de la palabra sin que se la advierta como una intrusa. Basta hojear cualquier catálogo de Lescano para comprobar la importancia que tiene la palabra no sólo en términos de grafía letrista, sino de composición: en sus grabados y pinturas la letra cumple la misma función que le asignamos cuando hablamos de la letra de una canción. No es casual, entonces, que en su obra la letra se desmarque en búsqueda de espacios más autónomos de representación. No es casual, tampoco, que el título de su libro aluda a una alianza entre dos artes que, por lo general, tienden a excluirse: la música y el dibujo. El verso “La música dibuja el cielo” (tomado de un poema de Westphalen) alude a una contemplación imposible ya que ni la música ni la plástica podrían representar las notas musicales dibujando algo tan inabarcable como el cielo. Pero esa contemplación sí es posible verbalmente: basta con enunciarla y dotar a esa enunciación de una realidad que exista independientemente de su referencia. Esto es precisamente lo que ocurre en la poesía.
En una conversación casual, Lescano me confesó que escribía un libro cada diez años. Es claro que sus experiencias reclaman ser reelaboradas por medio de la plástica, y que a ella le dedica la mayor parte de su energía creativa. Pero es claro, también, que esa dedicación se ve acompañada de otro reclamo: entre rodillos entintados, grabados a medio terminar, labores administrativas y tareas domésticas surge la música, y con ella la demanda de una letra que le dé cuerpo. La música es implacable con aquellos que viven con el oído alerta. Por eso no importan los años que transcurran entre libro y libro, lo que realmente importa es la fatalidad de escribirlos: sólo la fatalidad distingue a un poeta de alguien que escribe poemas como un simple pasatiempo. Decir que estamos ante los “poemas de un artista” es decir muy poco: a la poesía le tiene sin cuidado a qué otras labores se dediquen los poetas; decir que estos poemas recurren a imágenes visuales es perder la perspectiva: muchos de los mejores poetas recurren a imágenes visuales y son incapaces de trazar un palote. Lo que resulta atractivo de este libro es que se ofrece como una mirada alternativa a los estímulos que impulsan una obra plástica. La agresividad que transpiran sus páginas responde a un modo de observar que es, también, un modo de recomponer una realidad amenazante y exigirle respuestas, como ocurre en “Acercamiento”:
Los transeúntes no me ofrecen respuestas.
Me siento como un demente que busca
pintar paredes para expresar deseos,
pintar la rabia, usufructuar otras vidas.
¿Qué puedo hacer ante este paraíso Dadá?
Este poema se encuentra enunciado desde una rabiosa imposibilidad: ante la falta de respuestas, el hablante se siente “como un demente” que desea expresar sus deseos pintando las paredes, pintando la rabia y usufructuando otras vidas (ser otro es la definición clásica de la locura). Cualquier lector podría entender que se trata de una queja de las muchas que aparecen en este libro; pero saber que estamos ante un hablante-artista le da otra dimensión, pues el poema es perfectamente capaz de enunciar la impotencia de expresar pictóricamente ese momento. No estamos aquí ante un resentido alejamiento de la realidad. Todo lo contrario, estamos frente a un intento por comprenderla de más cerca (el poema se titula “Acercamiento”) y adentrarse en los mecanismos que activa el deseo en la creación artística. El poema termina con una interrogación que es, también, un reclamo: “¿Qué puedo hacer ante este paraíso Dadá?” La pregunta no es ingenua. “Dadá” es el adjetivo irónico del paraíso donde se sitúa el hablante, pero al mismo tiempo es el interlocutor a quien le demanda una respuesta (“¿Qué puedo hacer ante este paraíso, Dadá?”), y una respuesta al sinsentido de lo que está buscando (“¿Qué puedo hacer ante este paraíso?, ¿Dadá?”). Podría seguir multiplicando ejemplos, y todos ellos conducirían a descubrir en Lescano a un artista para quien la poesía no es un arte subsidiario de la plástica, sino su doloroso complemento. Lo mismo podría decirse de la música.
Presente desde el título, la música es el verdadero fantasma que recorre las páginas de este libro. No me refiero a la seca y a ratos rasposa musicalidad que respiran estos poemas y le otorgan su sello, sino a la música como deseado (o indeseado) soundtrack de la experiencia poetizada: Debussy, Keith Jarret, Depeche Mode y, en general, el jazz, el huayno y el rock le sirven no solamente como banda sonora de sus poemas (y de las ciudades europeas y americanas que figuran en el libro), sino como pautas rítmicas y culturales que definen su tono. La relación del hablante con este fantasma es ambivalente y conflictiva: si en algunos momentos lo rechaza (“Hoy la música no me importa./…/Deseo desaparecer como sombra en la oscuridad”) o duda de su apoyo emocional (“¿Odio o amo esta música?”), en otros lo acepta como el único recurso de supervivencia (“Una vez más, la música salva al hombre”).
Pero la música no es lo único que salva al hombre. También están los mitos populares creados por el cómic, y en particular Batman, el señor de las tinieblas. Omnipresente en la obra plástica de Lescano (quien ha presentado la exposición Lima Gótica con dibujos, pinturas y grabados alusivos al tema), Batman es el súperheroe mestizo que exhibe su condición atormentada en una ciudad tan confusa y alienante como Lima. No se trata de forzar la analogía entre las capacidades de un artista peruano y un superhéroe del primer mundo, tampoco de aclimatar el cómic de Bob Kane en el espacio limeño, sino de una introspección personal y social en la que Batman juega un rol de conocimiento. En un artículo publicado en la revista Artmotiv, el crítico Alexis Mendoza hace notar que uno de los factores que define la trayectoria artística de Lescano es ”su obsesión por identificar los orígenes y las transformaciones de la ciudad que lo vio nacer y crecer, identificar las realidades y mitos reflejadas en sí mismo bajo el dominio de un superhéroe sudamericano”[5]. Esta identificación se produce gracias a una estratégica y calculada alianza entre la grafía y la plástica. De hecho, uno de los grabados más impactantes de esta muestra es la serigrafía “Intrigante mestizo” donde figura —además de una silueta de Batman— un extenso poema en letras góticas sin puntuación ni cortes versales. Este mismo poema aparece en el libro con el nombre de “Lima Gótica” pero, a diferencia de la serigrafía, los versos se encuentran debidamente pautados, sin compartir espacio con otras imágenes. En el mejor estilo beatnik, el poema está organizado por la reiteración anafórica —“Yo soy Batman…”— que se amplifica como alas de murciélago conforme avanza la lectura, reforzando en cada periodo la transferencia simbólica entre el hablante y el superhéroe:
Yo soy Batman
El que viaja por los cielos de Lima
Intrigante mestizo de Valdivieso City
El que salva vidas por las noches
Noches de húmedas canciones de rock
El que recorre letanías de palabras
Y huye de disparos a quemarropa
Yo soy Batman
El que deambula por nubes
Buscando cómo olvidar la paranoia de vivir
Yo soy Batman
El obstinado
El de piel de metal
El que araña la tierra
El que pintarrajea paredes
Yo soy Batman
El que ama en silencio
El que está y no está en casa
El que pone color a los sueños y duerme de día
El que viaja miles de veces por un cuadrado blanco
Yo soy Batman
El que tartamudea de nervios
El de ojos chinitos sin risas ni preocupaciones
Yo soy Batman
El que se oculta en historietas
En esquinas borrosas de esta Lima gastada
El que ama las canciones del jirón Kilka
Soy Batman
El que cree en la justicia
Aunque sólo sea una ficción más
Como esta historia sin historia
Como esta canción sin música
El que invitan a pelear con las hormigas
Soy Batman
El que duerme en su baticueva de ladrillos
Con letras regadas en el cielo
Yo soy Batman
El que nunca vendrá a defender la justicia
No se trata del mismo poema. En la serigrafía los versos se hallan impresos en un espacio que comparten con imágenes caóticas y un puñado de números arrojados arbitrariamente en la composición. Este juego de expresiones simultáneas nos hace pensar en el poema como las “letras regadas en el cielo” con las que duerme el superhéroe mientras sueña con el taladrado cielo de Lima. Es como si el poema impreso en la serigrafía fuera el alter ego del poema del libro. O, mejor, como si Batman (el intrigante mestizo), fuera el alter ego de un Bruno Díaz perdido en una amenazante Lima Gótica.
Me gusta pensar que esa serigrafía ha sido pensada para la imaginaria exposición de artistas plásticos que escriben. En ese museo invisible inspirado por Calvino veríamos al “Intrigante mestizo” sin necesidad de letreros que expliquen lo que el artista necesitaba para culminar su obra.
Eduardo Chirinos
Missoula, verano de 2011
[1] Italo Calvino. “Escritores que dibujan”. Colección de arena. Trad. Aurora Bernárdez. Madrid: Alianza Tres, 1987. pp. 69-74.
[2] Citado por Calvino, p. 74
[3] El intento más serio por rescatar las obras plásticas de Moro y Eguren lo ha llevado a cabo Emilio Adolfo Westphalen. En 1969 publicó en la revista Amaru “Pinturas y dibujos de César Moro”, donde dice: “Insistamos, en especial, en reconocer que al lado del C.M. poeta hubo desde un principio, paralela y constantemente, el C.M. pintor, y que ambas actividades se desarrollaron a un mismo nivel de calidad y acierto y con igual grado de clarividencia”. En 1986, el mismo Westphalen publicó en Debate “Pinturas y fotografías de Eguren –el poeta”, una apasionada defensa de Eguren como artista plástico que merece figurar —al igual que Moro y Ricardo Peña Barrenechea— en el catálogo más exigente de artistas peruanos del siglo XX. Ambos textos están incluidos en Emilio Adolfo Westphalen. Escritos varios. Sobre arte y literatura (Lima: FCE, 1996).
[4] Miguel Lescano (Lima, 1963) ha publicado anteriormente Sonrisa negra (Lima: Cono Norte Ediciones, 2002).
[5] Alexis Mendoza, “Lima Gótica: mitos, realidades, ilusiones, vivencias y testimonios”. Artmotiv 11 (2011): 46-51.